Mas helado por favor
No quiero ser autorreferencial, sólo quiero darles a conocer
un poquito de mi historia, para así poder entender un poco más el por qué
algunas personas piden “más amor por favor” , y otras, además de amor, también pedimos
helado.
Soy una inmigrante que supo recibir este país hace casi dos
años. Una más de tantas.
Me he enamorado de sus montañas, de su empanada de pino, de
la palta que se le pone a todo lo que se come y de sus frenadas en las sendas
peatonales para dejar cruzar a la gente. En serio, eso vale y mucho.
La once me sigue pareciendo ajena, como así también las
lucas de no sé qué pituca y cuál es la lógica de encontrarme una peluquería en
cada esquina de mi barrio.
El espacio de cielo que existe entre las casas o departamentos
de Santiago se ha hecho tan mío, que ya no creo que pueda acostumbrarme a vivir sin él.
El silencio de mi barrio, las rotondas ordenadas, la
limpieza y así podría continuar por horas, describiendo un país que poco a poco
me cautiva, pero en el cuál aun encuentro que me falta algo fundamental. Las
heladerías.
Las extraño todo el año, pero en esta época con la llegada
del verano, se me vuelven aún más una necesidad corporal y sentimental.
Las cadenas que se encuentran en los malls no pueden ser
dignas de llamarse heladerías.
El helado no es sólo una exquisitez que se disfruta en el
momento que lo consumimos, es mucho más que eso. Además de tener propiedades
increíbles como el calcio dentro de sus componentes, es un motivo de unión. Una
excusa para compartir, una salida con la persona que te gusta, o la ilusión en
los ojos de tu hijo.
El helado te hace reír junto a aquella persona que te
divierte, te incita a salir de tu casa caminando y dar un paseo relajante, una
salida con amigos.
Vamos a tomar un helado?! Se convirtió en la pregunta que
acompañó mi adolescencia, y fue testigo de confesiones, de risas cómplices y
hasta de algún correctivo durante mi infancia cuando cometía alguna que otra
travesura. Vamos a tomar un helado?! Decía mi papá, y sólo era cuestión de un
minuto para estar lista y esperándolo en la puerta.
Frutilla y chocolate se fue convirtiendo en dulce de leche
granizado, crema tramontana, maracuyá (los días más sofisticados) y en menor
medida chocolate blanco.
El horario no era problema de dónde vengo, las heladerías en
invierno cierran tarde y en verano tal vez ni siquiera lo hagan. Aquí es muy
distinto. Debo tenerlo premeditado, no hay lugar para imprevistos o deseos
luego de las 22.00hs por mas calurosa que sea la noche. Allí sólo debo conformarme,
con alguna paleta de una estación de servicio. Vaya decepción!
No sé si pasaré uno o mil veranos más aquí. Pero jamás
olvidaré haber crecido con la mágica sensación de esperar que algún adulto
proponga ir a tomar un helado.
Por conservar intacta mi niña interior, y porque quisiera
que mi hijo pueda sentir lo mismo, no me canso de repetir: “Más helado por favor”.